Las últimas horas en casa
Era la madrugada del sábado
5 de septiembre de 2009. Estaba sentado en la sala de mi casa esperando que
llegara mi tío, el siempre llegaba antes de la hora. Si decía iba a llegar a
las cinco, entonces lo más seguro es que llegaría a las cuatro o cuatro y
media.
La noche anterior
había hablado con mis padres, les pedí perdón por cualquier palabra, gesto o
acción que hubiera dicho o hecho que les hubiera lastimado u ofendido. Les dije
que quería aprovechar esa oportunidad para irme con el corazón limpio, con el
alma limpia, para no tener ningún tipo de remordimientos en el futuro. Oramos juntos
y nos dimos un gran abrazo. Me dieron su bendición y los mejores deseos.
Después llegó mi hermano a casa y también hice lo mismo con él. Nos fundimos en
un abrazo como nunca lo habíamos hecho.
Justo como lo había
pensado, mi tío llegó a las cuatro y media. Venía en una camionetilla tipo microbús
acompañado de dos de mis primos. Uno de ellos me dio de regalo un sombrero negro
de piel.
Con una mochila y dos
maletas, salí de casa. No sin antes despedirme de mi perro, Coqui, es la forma en
que se le dice a alguien que se llama Jorge. Él siempre me esperaba en la
puerta de casa al llegar de trabajar. Era un ritual salir a caminar un poco más
de una hora todos los domingos. Le di un abrazo esperando que pudiera entender
lo que le estaba diciendo, que lo quería y que lo iba a extrañar. Que esta vez,
no iba a regresar a jugar con él, ni lo sacaría a caminar el siguiente domingo.
Nos vimos a los ojos por unos instantes y me despedí con otro abrazo.
En el camino al
aeropuerto, mi hermano se prestó a ayudarme con mi mochila. Sin darme cuenta, metió
en ella un sobre con cuatro notas y una foto de su familia. Tanto él como sus
tres hijos habían escrito a mano unos mensajes de despedida. Encontré las notas
al subir al avión y no pude dejar de derramar lagrimas al leerlas. Las he atesorado
con todo mi corazón. Guardo las notas en una caja, en el mismo sobre donde las
metieron, la foto nunca se ha apartado de mi escritorio, la veo todos los días.
En el aeropuerto
Llegamos al aeropuerto
cuarenta y cinco minutos después. Ya rayaba el alba. Todo parecía un sueño, no
podía creer que estaba a punto de dejar Guatemala para irme a una tierra muy
lejana. Había luchado por esta oportunidad y llegado el día, parecía tan
irreal.
Después de parquear la
camionetilla, estuvimos conversando un poco, me dieron sus mejores deseos y
felicitaciones por la aventura que iba a empezar, nos tomamos fotos, nos dimos
abrazos, besé a mis padres. Hubo lágrimas y risas.
Nos dirigimos a la
puerta del aeropuerto, una puerta que debía cruzar solo. Eran solamente uno pasos
los que me separaban de dicha puerta. Tan pocos y tan pequeños, pero tan
grandes en significado. Después de un último adiós y miradas encontradas, crucé
la puerta rápidamente como queriendo saber si era real el otro lado de ella. Volví
la mirada y me despedí con un gesto de mi familia. Una puerta de cristal y todo
un mundo nos separaba. Salí de Guatemala a las siete y cuarenta y cinco de la
mañana.
Llegando a Taiwán
Fueron veintidós horas
de viaje desde Guatemala a Taiwán. No hubo nadie de la universidad ni la
embajada esperándome. Pero allí estaban tres amigos que habían llegado en los
años 2007 y 2008. Nos habíamos conocido en Guatemala. Finalmente había llegado
a Taiwán, eran las ocho y diez de la noche del domingo 6 de septiembre de 2009.